Victoria del yoga

Nacho Gareca
6 min readMay 19, 2021

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Victoria. Patagónica y compañera de laburo. Es de esas personas con las que se puede charlar durante horas, sobre cualquier tema. Por entonces pensábamos en practicar algún deporte. Lejos de cultivar el físico, el objetivo central era alivianar la carga horaria del ocio intelectual. Con ella, el intercambio de lecturas, música y obras de teatro eran moneda corriente. Una tarde se acercó a mi puesto. Estoy viendo de hacer yoga, dijo.

Yoga. ¿Cuántas veces había escuchado eso? Infinidad. Que Buda, que la meditación. Una serie de palabras desparramadas, listas para zurcir. Por un momento no la oí más. Como si mi cerebro, incapaz de retener ese caudal de nueva información, hubiese muteado el momento. Antes de que se despegue de la silla, subí el volumen. En retirada, con su índice derecho señalando el monitor, una sugerencia. Cuando puedas, buscá: fundación Indra Devi.

Durante algunos días la cabeza me quedó pivotando como un pollo al spiedo. Algo me había dejado en estado de incomodidad. Aunque no sabía de qué, pensaba que la responsable era Victoria. Después de escuchar eso del yoga, lo que entendía como cotidianidad, se había transformado en un desierto sin música. Era el habitante de un mundo nuevo, donde se piensa callado, sin maravillas.

En la página hice click sobre la pestaña sedes. Estaba a dos cuadras de casa. Me causó gracia. Pensaba en la teoría que asegura la invisibilidad de las cosas, hasta que las necesitamos. En un papelito blanco escribí el número. Esa noche soñé con una persona poco importante en mi vida, pero que en mis aventuras oníricas siempre tiene papeles protagónicos.

Lunes 5 de agosto de 2019, 20 hs. Primera clase. La profesora cumplía con todos los requisitos de lo que imaginamos la personificación del tacto y discreción. Pelo blanco, piel agrisada, ojos como ranuras de alcancía. Su figura despertaba un cosquilleo delicadísimo. Parecía respirar un aire más liviano que el resto: se movía bajo un ritmo lento, digno de una película de suspenso. Para ingresar al salón había que descalzarse. Roto el umbral, se imponía la penumbra y encontrar un espacio libre era el primer desafío. Sentado como indio me dediqué a inspeccionar al resto, sin imitarlos. Cuando la profesora cerró la puerta, oscuridad total. ¿Es tu primera vez?, dijo una voz que sentí muy cerca, casi rozándome el oído. Sí, respondí. Como un boomerang, la voz regresó con otra duda. ¿Por qué yoga? Con la franqueza de la cual somos capaces quizás solo una vez en la vida, me confesé: no tengo idea.

Cuando nos toca reducir a dimensiones humanas lo que nuestro deseo transformó en un ideal, se complica. Al salir de las primeras clases me habitaba una sensación particular. Parecida a la que sentimos cuando, de niños, llegamos al nivel más difícil del videojuego. Ese que nos impedía disfrutar del todo los recreos en la escuela, porque sabíamos que al regresar a casa, estaría esperándonos. Hasta que un día lo ganamos y la angustia desaparece. Sentía eso. Pero no una vez cada tanto, sino tres veces por semana.

Transcurridos varios meses, la sensación empezaba a resonar en otras, como un cuarteto de cuerdas amplificadas. Más de una vez quise desviarme. Salir de la fundación y no volver directo a casa. Poner a prueba su duración. Hubo noches en las que, durante esas cuadras, sentí el tiempo aplanarse. Prolongando cada instante. Dejándome avanzar con la firmeza de un metal al que la llama trabaja, constante, sin lograr su destrucción.

Aunque practicar yoga nunca fue una búsqueda espiritual consciente, empecé a nutrirme. Buscar el significado del pranayama, los caminos para alcanzar el nirvana o entender la diferencia entre mantras y sutras. Mitad en serio mitad en broma, solía decirle a unos amigos que, cuando me sentaba a leer sobre el tema, sentía un temblor etimológico desplegándose en mi cuerpo. Además de libros, la mejor inversión fue un mat: celeste con detalles lilas. Por fuera del mundo yogui al mismo producto se le dice colchoneta.

A finales de 2019 una complicación laboral me obligó a cambiar el horario. Ese viernes fui tempranísimo. Era el único. Antes de terminar la clase, la profesora consultó si podía tomarme una foto. Le dije que no había drama. A la salida, me alargó una tarjetita blanca. Tenía impreso, en negro y bien grande, el símbolo Om. Más abajo, en azul, su número. Mandame un mensaje y te muestro como haces la postura, así corregís, indicó. La clase siguiente sería la última del año.

Pocas situaciones generan tanta ansiedad como aquellas donde es imprescindible que, para descubrir el núcleo de las cosas, debamos esperar que se vayan todos. Aguardame acá, dijo, haciéndome a un costado, mientras despedía al resto. Los saludos incluían navidad y año nuevo. Enfrentados, me tomó por los hombros. Con la cara que visten los arrepentidos, me pidió perdón. Sin que dijera ni mu, luego de las disculpas, vino lo más potente. Gracias por la enseñanza, soltó. ¿Cuál?, devolví. No hubo respuesta. Solo una sonrisa, acompañada por un deseo: felices fiestas.

Miércoles 18 de marzo de 2020, 20 hs. Última clase. Como había llegado unos minutos antes, me puse a charlar con la recepcionista. La llamaban Pasita, por sus arrugas. Según ella, tenía una edad inconfesable. Utilizaba ese recurso para vincularse con los demás. Una especie de carnada para pescar charla. Por entonces los noticieros hablaban de una peste, que no paraba de expandirse. Hablamos sobre el tema. Al llegar, la profesora no saludó a nadie. En la puerta del salón, me pidió unos segundos. Te recomiendo que no la saludes ni le des charla: esa mujer te roba la energía, dijo, en forma de susurro. Cuando terminamos, Pasita no me despidió. Me sentí como en la escena de los Simpson cuando Bart, luego de mencionarle a Marge que sentía cosas inquietantes, descubre, desde la ventana, deslizándose sobre su patineta, en cámara lenta y mirándolo de una forma siniestra, a Lester.

De golpe, comprendí que todo había ocurrido como estaba escrito. Con el mundo cerrado, seguir practicando yoga dependía pura y exclusivamente de mí. ¿Podría sin profesora? ¿Alcanzaría la concentración? Primero vino la curiosidad, luego el deseo y por último el trabajo. Hay enseñanzas que parecen quedar grabadas en algo más duro que la memoria. Puse la primera temporada de la pandemia al servicio de una idea intratable: vivir solo, sin objetivos. Purificar el alma y esperar.

Tiene razón Alejandro Dolina cuando dice que no hay que regresar a los lugares donde fuimos felices. Un año más tarde, volví a la fundación. En la puerta había dos carteles. Uno decía vende. El otro, alquila. Parado en el medio de la vereda, sentí una tristeza indefinida. Al toque, escucho que alguien pide permiso. Era un anciano que me miraba, sonriendo, como si acabara de acertar. Para darle paso, me apoyé contra las rejas y lo seguí con la mirada. Su lentitud me hizo sentir joven. Obligado a correr todos los riesgos.

Desde hace un tiempo, todos los lunes, asisto a un taller. El espacio tiene dos plantas. Abajo se dictan clases de twerking. Arriba, las nuestras. Recuerdo el primer día. Una chica con la cabeza llena de trencitas me recibió con desconcierto. Algo entre mi apariencia y lo que ella esperaba hacía cortocircuito. Qué tal, vengo al taller, dije, sin despertarle un músculo. Durante unos segundos que sentí minutos, se mantuvo firme ocupando el marco de la puerta, hasta que alguien adentro gritó que sí, que había un taller arriba, que atara la bici y subiera.

Poco importa si se trata de gente que ya se conoce. En toda primera clase se percibe una atmósfera de tensión. Sentados en sillas de plástico negras, formando una herradura, nos presentamos. Ante la imposibilidad de usar el aire acondicionado, el profesor planteó una opción: el patio interno de baldosas rojas. Nadie dijo nada pero todos me miraron. Estaba sentado a centímetros de la puerta. Sintetizando la presión social, el profesor me invitó a salir. Haríamos lo que dijera. De nuevo adentro, parado, sosteniéndome sobre el marco de la silla y sin mirar fijo a nadie, dije, textual, que afuera estaba muy interesante. El comentario hizo reír a varios. Desde esa vez nuestras clases fueron siempre al aire libre.

Dos lunes atrás, nos tocó un día hermoso. Despejado pero con vientito. En el grupo, una compañera avisó que venía demorada. Con la decisión de esperarla, ocupamos el tiempo hablando. Mi complicidad en la charla duró hasta que miré arriba. El cielo estaba rosado y las nubes parecían barnizadas de un amarillo insólito, como vainilla. Sentí que el intelecto se había quedado sin cuerda, dejándole todo el laburo al mecanismo de mi pecho. Una calma dulce me recorría el cuerpo. A la salida me dieron ganas de escuchar un disco. Pedaleando me di cuenta de algo terrible: la reproducción aleatoria estaba en modo on. Por un momento pensé en frenar, pero no. Bohemio tiene diez canciones. Hay una que se llama Nacimos para correr. En el medio, Calamaro dice:

no quiero saber,

cómo voy a terminar,

prefiero que ocurra y nada más.

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