Siete de junio, el Farito

Nacho Gareca
4 min readJun 7, 2024

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Desde hace años, todos los siete de junio recibo varios mensajes. No es mi cumpleaños. Es el día del periodista. Desde hace varios años, todos los siete de junio me visita un recuerdo: el Farito.

La noticia es tapa del diario. El Farito cierra sus puertas tras casi cincuenta años. Incrédula, mi madre lee en voz alta. Con una mano sostiene el mate y con el índice de la otra recorre, despacio, como buscando la parte donde dice que es una broma, cada uno de los párrafos. La mítica empanadería supo ser punto de reunión de políticos, personajes de la cultura, bohemios y periodistas. El termo está recién inaugurado pero mi madre se levanta, agarra las llaves del auto y da por finalizado el desayuno. Son casi las doce del mediodía. Afuera, en el extremo del patio que se adivina desde la cocina, se derrama con dulzura, triangular y alargado, el sol de marzo.

El fundador se llama Edmundo Herrera pero nadie lo sabe. Para todos, el hombre fue, es y será ‘el Pelado’. Arrinconado por los dueños del inmueble, que decidieron interrumpir la relación iniciada en 1967, no le quedó más alternativa que dimitir. Padre de trillizos, siempre se jactó de ser el autor intelectual de la frase que decora la barra. A centímetros de la caja registradora, en un cuadrito de fondo negro y letras blancas, se lee: “El cliente nunca tiene la razón”.

En el patio interno del Farito la gente esboza algarabía. Más que el cierre, parece la inauguración. Hay una canción del uruguayo Rubén Rada que dice: Cuando yo me muera/no quiero llanto ni pena/prefiero que se me vele bailando una rica plena. La situación parece el videoclip de ese tema. Salvo que no hay cámaras, instrumentos ni maquilladores. Solo está el Pelado, caminando en círculos. Buscando en los rincones algo de silencio. Como decidido a no dejarse derrotar, pero sabiendo que ya no le queda nada por defender.

Amansados por el vino, mientras contemplamos el clima heterogéneo de felicidad y nostalgia que se respira alrededor, se acerca una mujer. Mi madre tarda unos segundos en reconocerla. Luego se abrazan y la invita a sentarse con nosotros. En la charla se impone rápidamente la cara siempre asombrosa del pasado. La mujer trabajó junto a mi padre durante años en la redacción del diario y conoce a mi madre desde aquellas épocas. La mujer tiene la misma edad que mi madre, pero parece veinte años mayor. Fuma. Pero fuma de una manera particular. Como fuman los que están acostumbrados a buscar apoyo en la farsa: como fuman los que están tan desesperados, que no necesitan testigos.

Cuando la conversación entre ellas se queda sin hilo, la mujer se vuelca hacia mí. Es la primera vez que me dirige la palabra. Que me mira. Me pregunta qué hago. A qué me dedico. Estoy terminando la carrera de periodismo, respondo: en tres meses defiendo mi tesis. La mujer hace una pitada y sonríe. Pero en ella, en su rostro, su sonrisa también es particular. Es una sonrisa que no hace pie ni se impulsa en la alegría, sino que se arrastra desde el escepticismo universal. Tras escupir el humo y aún con una mueca dibujada en la comisura de sus labios, me dice: te vas a morir de hambre.

Con Ceci, una amiga periodista, charlamos seguido sobre la necesidad de escribir. No como una necesidad de subsistencia cotidiana como pagar la boleta de gas, sino más bien como un factor de supervivencia vital. Escribir para encontrar sosiego. Escribir para encontrar un refugio y sobrevivir a los sucesos que la vida va imponiendo. Para muchos hablar del amor es difícil, y explicarlo, imposible. Mucho más si se trata de un amor que nunca conoció el que escucha o lee. Mucho más si solo queda, en el escritor, la memoria de los hechos que lo formaron. Pero, ¿qué se pierde al intentarlo?

Cuatro años antes del cierre del Farito me inscribí en la universidad. Allí conocí a Mario. Con Mario hicimos, a la par, dos carreras: periodismo y locución nacional. Mario, desde el día cero, siempre supo que iba a lograr su sueño: relatar partidos de primera división. Al graduarnos, uno se fue a Córdoba y el otro a Buenos Aires. Con Mario no nos vemos desde hace años. Pero la semana pasada me envió una foto. Era él, sonriendo y sujetando un micrófono. De fondo, la Bombonera.

Empédocles fue un filósofo griego que vestía túnicas de color púrpura y llevaba una cinta de oro batido en la cabeza, sandalias de bronce y una corona délfica. Dicen que tenía un pelazo y siempre llevaba bastón. Para Empédocles, el principio constitutivo de las cosas se basaba en cuatro raíces -el agua, el aire, la tierra y el fuego-, que, al combinarse en distintas proporciones por efecto de dos fuerzas cósmicas -el amor y el odio-, dan lugar a la multiplicidad de seres del mundo físico.

Una vuelta le preguntaron por qué un determinado perro dormía sobre una determinada baldosa del suelo. Empédocles respondió que el perro y aquella baldosa eran semejantes de un modo que todos ignoraban, pero con una afinidad que solo ellos reconocían. Como al perro con la baldosa, me ocurre a mí con el periodismo.

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