No passa res (proverbio catalán)

Nacho Gareca
7 min readMay 8, 2022

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Agosto 2019

Compro pasajes. Ida y vuelta. Buenos Aires-Madrid. Doce cuotas. El sueño se aproxima.

Marzo 2020

Mail de Aerolíneas Argentinas. Vuelos cancelados hasta nuevo aviso. Se mantienen las fechas originales, con la posibilidad de un cambio sin cargo.

Marzo 2021

Podemos subir al avión. Pero con garantías muy débiles. No estamos vacunados y las restricciones siguen vigentes. Modificamos las fechas.

Marzo 2022

The last chance. Es ahora o nunca. El remisero escribe: estoy en la esquina. Hace mucho calor. El remisero habla: amo la música country. Llegamos al aeropuerto de Ezeiza. Son las cuatro de la tarde. El avión sale a las doce de la noche. En la confitería hay gente que habla inglés y paga en dólares. Cuenta y propina. La moza sonríe. Agradece y cierra el puño con fuerza.

En la fila del check in nos llama la atención la cantidad de pasajeros que usan jean. Pensamos en voz alta: en un viaje tan largo la comodidad es innegociable. El avance es constante. Ni rápido ni lento. Para nuestro vuelo hay seis mostradores disponibles. Somos los próximos. Tenemos cuatro cosas. Dos mochilas y dos valijas de mano. La idea es no despachar. Una mujer levanta la mano.

Pasaporte, declaración jurada, carnet de vacunación y código QR para ingresar a España. Tenemos todo pero algo pasa. Miramos para los costados. Los empleados de Aerolíneas le desean buen viaje a todos, menos a nosotros. El teclado de la computadora tiene más de cien teclas. La mujer solo utiliza una. Es un robot que busca y no encuentra. ¿Todo bien?, pregunta mi madre.

Señora usted puede viajar, pero su hijo no.

Por tener esquema de vacunación con Sputnik mi ingreso a Europa no está permitido. Nos quedamos en silencio. Mirándonos. Esperando que el otro diga algo. Pero nada. De fondo la mujer habla de la Organización Mundial de la Salud y filosofa sobre la injusticia. También opina: le parece una decisión ilógica. Un sinsentido. Hay dos soluciones. Buscar un pasaporte europeo con mi nombre o ponerme una vacuna de otra marca, reconocida por la Agencia Europea de Medicamentos. La mujer explica: en el carnet no puede haber solo Sputniks. Tiene que decir algo más. La mujer aclara: aunque me vacune en el baño del aeropuerto, para viajar debo esperar quince días más. La mujer invita: pasen por el sector ventas.

En la ventanilla de ventas hay otra mujer. Más grande. Con menos ganas de ayudar. Le cuento y suspira. Está cansada. No, dice. Imposible. Al precio que pagaste no hay nada. Encima ya hiciste un cambio, advierte.

Insisto y vuelve a decir que no.

Insisto y vuelve a decir que no, que imposible.

Insisto y es la última vez que lo hago. Esta vez dice que sí, que ahora encontró algo. Que el vuelo saldría a principios de junio y que la diferencia a pagar, con impuestos y todo, final-final, sería de 250.000 pesos.

Estoy de vuelta en la parte del check in. Ahora la fila es larguísima. Me adelanto con la impunidad que tienen los que lloran. A medida que me descubren se callan. Luego murmuran. Me miran con lástima. Mientras la mujer atiende a una pareja me coloco en un punto donde puede verme. Lo hace. Cuando termina, me acerco. Hay un gris, dice. Si tuviste COVID en los últimos 90 días podemos hacer algo. No puedo pensar. No sé muy bien quién soy ni dónde estoy. ¿Tuve COVID?

Julieta. La mujer se llama Julieta y ahora me habla de otra forma. Me habla como se le habla a un derrotado. Necesito dos cosas, dice. El test con el resultado positivo y el alta epidemiológica. Necesito los originales, aclara. No los tengo pero digo que sí. Que los busco y vuelvo. Mi madre está en la puerta de la terminal. Reza. Antes de volver con ella, Julieta quiere decirme algo más. Esto no garantiza que te subamos al avión, pero es lo único que nos queda.

Instalo la aplicación de la prepaga en el celular. No sé la contraseña. La restablezco. Me tiemblan las manos. Ingreso, encuentro el test, lo descargo. Mi madre mira. Reza. Busco el número de Luisina. Ella tiene una amiga que trabaja en una clínica. Me atiende. Está feliz pero dura poco. ¿Qué pasa?, pregunta. ¿Nacho qué pasa? No puedo hablar. Le digo lo del alta epidemiológica. Que la necesito. Urgente. Me pide tranquilidad. Que respire. Luisina tenía gimnasio pero no fue, por eso me atendió. En lugar de ir al gimnasio se juntó a tomar mates con una amiga. La amiga que trabaja en una clínica.

Corto y vuelvo a llamar. A Santi, un amigo médico. No atiende. Marco de nuevo. Nada. La tercera es la vencida. ¿Qué pasa pendejo? No entiende absolutamente nada pero dice tranqui, lo solucionamos. Habla en plural, como Luisina. Es como un placebo. Me seco la cara. Tengo la mitad de las cosas. Pregunto dónde imprimir. Los empleados del aeropuerto coinciden. Hablan del mismo lugar. Desde Ezeiza salen casi 200 vuelos diarios, pero hay una sola impresora. Está en el primer piso de la Terminal A.

Desde el inicio de la locura es el primer momento en el que puedo tomar aire. Entre la Terminal C y la librería hay 300 metros. Distancia suficiente para hablar con mis hermanos.

Paula. Está peor que yo. Arruinada. Me pide perdón. Según sus palabras por no saber la letra chica de las vacunas, por no haberme ayudado. Le digo que está loca. Que cómo se le ocurre pensar eso. Cuando me da la palabra le pido que convenza a nuestra madre. Para que viaje. Que cumpla el sueño ella sola. Responde que estoy loco. Que cómo se me ocurre pensar eso.

Patricio. Está confiado. Ecuánime. Cree que vamos a poder. Que con ese trámite vamos a viajar. Me pide que respire, que afloje. Me pregunta por la vieja. ¿Cómo está la vieja? Que habló con ella pero quiere mi opinión. Tranqui, gordo, dice, y se despide. Tranqui, gordo, repite, como un mantra.

La librería está ubicada entre la escalera mecánica y una oficina de migraciones. Toda vidriada, tiene una hoja pegada por dentro. Se adivina un mail y un teléfono. Es la información para imprimir pero me desentiendo. Necesito generar un vínculo. Conocer la voz de la mujer del mostrador. O la de su marido, que acomoda lapiceras detrás de ella. Necesito que sepan lo que está pasando. El cierre es inminente y aún me falta un archivo. Buenas noches, digo. No hay respuesta. Me miran. Esperan. Me cae la ficha: es una pareja curtida. Saben de gente al límite. De pasajeros desesperados. Para ellos, es algo cotidiano. Vamos a estar un rato más, dice la mujer. Son casi las ocho de la noche.

Salgo y me acomodo sobre una baranda. Primero en dirección a la librería. Luego al revés. Puedo contemplar todos los movimientos de la planta baja con comodidad. El hormigueo de la gente me dispersa. Me conduce a un estado mental oscurísimo. Empiezo a convencerme de que nada de esto tiene sentido. Siento que le amputo a mi madre una porción de felicidad incalculable. La imagino esperando su turno en la verdulería y no en un ascensor, subiendo a la cima de la Torre Eiffel. Elucubro sobre lo que pudo ser y no será. Estoy convencido. No vamos a viajar.

La desesperación y el enredo neurótico me hacen pensar en nuevas alternativas. Busco en internet el organigrama de la Dirección Nacional de Migraciones. Necesito una punta. Algún nombre. Cuando veo quién es la directora me paralizo. Sé de una persona que puede llamarla. Que puede intentar torcer mi destino. Una persona que en algún momento de mi vida estuvo en la lista de indispensables. Cuando busco su nombre en la agenda me doy cuenta que no lo tengo. Escribo un mensaje pidiendo su número. Me responden con desconcierto. Pasaron años y conserva la misma foto de perfil. Reagendar su celular es una nostalgia doliente. Algo que fue y no debió haber sido. Una espina que debo desenraizar. Intento tres veces. Nunca atiende.

Ahora sí. Tengo en mis manos todos los documentos. Los sensores de la puerta aún no me descubren pero mi madre sí. A esa altura sus sentidos alcanzan niveles mitológicos. Son las nueve de la noche. En la Terminal C le hago señas: voy a llevarle las cosas a Julieta. No sé si estoy caminando o corriendo. Julieta revisa las hojas. Una por una. Luego trepa la cinta donde se despachan las valijas y sale del mostrador. Me asombra la destreza con la que hace todo en tacos tan altos. Enseguida vuelvo, dice. Al fondo veo a mi madre. Está de espaldas. Reza.

Julieta se fue hace una hora. Hizo mostrador-pasillo-oficina. Faltan 120 minutos para el despegue del vuelo 1133 de Aerolíneas Argentinas con destino a Madrid. Mi madre continúa en la puerta. Siempre de espaldas, rodeada por nuestras valijas, con la mano derecha en el bolsillo de la campera. Parece una yogui imperturbable. Una persona que contempla en calma el transcurso del mundo tal como se desarrolla o se presenta ante ella, a pesar de cualquier vicisitud. Sin haber culminado la reflexión, aparece Julieta. Camina firme. Decidida. El zigzagueo de su rodete se acompasa con el deshojar de la margarita plantada en mi cabeza.

Si viajo.

No viajo.

Si viajo.

No viajo.

Siento en el pecho un vuelco oculto que no puedo situar con precisión. Julieta demora en hacer contacto. Tiene el gesto de siempre. El que tuvo durante todo el día. Busco en su cuerpo alguna respuesta. Su mirada no dice nada, pero sus manos sí.

Julieta tiene los pulgares para arriba.

Abril 2022

Asiento 36 B. Pasillo. Me cuesta conciliar el sueño. Enciendo la pantallita y busco el mapa. Sobrevolamos Marruecos. Imagino un desierto extenso. Naranja. Sin camellos, pero con pisadas. Voy a la sección películas. Es el mismo catálogo de la ida. Hago clic en filtrar. Quiero ver un documental. Luciano Pavarotti: vida y obra de una leyenda. Dura casi tres horas.

Aunque el asunto es bastante predecible hay algo a lo que Pavarotti vuelve siempre. Como si fuera un estigma en su carrera. Un acto de conocimiento que confirma la rotundidad de la vida: su valor más auténtico. La canción en cuestión es Nessun dorma. Que nadie duerma, en castellano. Se trata, por lejos, del momento más emotivo del documental. Pero la transmisión se corta. Es el capitán anunciando que estamos próximos a una zona de turbulencia. Sonrío.

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