En mi trabajo hay una mesa de ping pong

Nacho Gareca
8 min readSep 30, 2022

--

En mi trabajo hay una mesa de ping pong. Está en el segundo piso, cerca de la cocina. Ahí lo conocí. Estatura media. Flaco, pero con pancita cervecera. Barba y anteojos de aumento. Pelo negro, largo, con rodete. Camisa mangas cortas. Amarilla, estampada con flores verdes. Fue en septiembre. Como cualquier novato, mi tarea principal era escuchar. Acumular información. Mientras hacíamos la digestión alguien me tocó el hombro. Cuando me di vuelta encontré una invitación. ¿Jugamos?

Su tonada era extraña. Internacional. Dale, respondí, aterrorizado. En ese momento quise recordar lo más cerca que estuve de jugar al ping pong. Durante toda mi infancia, cada vez que mi madre me mandaba a comprar algo, para llegar al almacén debía pasar inexorablemente por el lugar más icónico del barrio: el club Los Pinos Paddle. Gracias a mi semblante no hubo necesidad de abrir la boca. Estate tranquilo, dijo, entre risas, estirando una paleta.

A partir de ese momento, durante tres años consecutivos, de lunes a viernes exceptuando algún feriado, jugamos al ping pong.

Aunque sabía lo que hacía, Nico no era un profesional. Jugaba callado. Concentrado, pero sin desatender lo que pasaba alrededor. Las primeras palizas me sirvieron para entender el conteo de puntos -ganaba el que llegaba a 21, con un cambio de servicio cada 5- y para metabolizar los movimientos. La posición de los brazos, de las piernas, el quiebre de cintura. Además, me convencí de que había una jugada esencial y decisiva: el saque.

Nico sacaba fuerte y esquinado. Para poder recibir, lo mejor era dar un paso atrás. Cuando eso ocurría la devolución era digna, aunque inevitablemente débil. Semana tras semana fui consolidando un mecanismo de defensa que me dio la chance de registrar una jugada. Así surgió “La muertita”, un saque que consistía en filetear la pelota -el movimiento era idéntico a cortar una lámina de queso- para que saliera con un efecto tal que, al picar del otro lado, en lugar de ir hacia Nico, quedara petrificada.

La muertita marco un antes y un después. Un jueves salió con tanto efecto que, para devolver, Nico tuvo que subirse a la mesa. En ese momento seguimos como si nada. Al otro día, mientras lo esperaba para arrancar la jornada, recibí un mensaje. En la selfie Nico vestía un camisolín descartable. De fondo, un tomógrafo.

Si el ping pong fue el punto de ignición, lo que avivó la llama de nuestro vínculo fueron las reuniones laborales. Como en la mayoría había mucha gente involucrada, tomar nota era moneda corriente. Nico siempre asistía con un cuadernito rayado y un lápiz negro muy particular. Digno de arquitecto o ingeniero. Los encuentros podían durar quince minutos o una hora: no importaba, Nico jamás levantaba la mirada. Mientras los demás hablaban, él dibujaba. Dibujaba y dibujaba. Ensimismado en su universo proyectaba la figura de alguien que, al saberse infalible, no necesita prestar atención.

Una vez listo lo suyo, Nico llamaba a las personas que encabezaban los proyectos. La ubicación estratégica de su computadora hacía posible que mucha gente, al mismo tiempo y con extrema comodidad, pueda ver su monitor. El número de personas que se ubicaba a sus espaldas era correlativo a la importancia del asunto. En más de una ocasión fui testigo de esa situación: durante esos minutos nadie abría la boca. El silencio es, en muchos casos, tan elocuente como las palabras.

Existe una leyenda que puede sintetizar a Nico y sus formas. Cuenta de un pintor que dejó ver a los amigos su cuadro más reciente. En el mismo estaba representado un parque, una estrecha senda cerca del agua que corría a través de una mancha de árboles y terminaba delante de una pequeña puerta que en el fondo franqueaba una casita. Cuando los amigos se volvieron al pintor, este ya no estaba. Estaba en el cuadro, caminando por la estrecha senda hacia la puerta. Delante de ella se paró, se volvió, sonrió y desapareció por la puerta entreabierta.

Supe que había hecho un amigo -y me refiero a esa clase de amigo por el que uno se desvía de su camino- en la parte más cruda la cuarentena. Para entonces venía cumpliendo al pie de la letra la primera de sus recomendaciones. Ver la serie Mad Men. La segunda me llevó más tiempo. El whisky siempre estuvo asociado a la parte más sombría de mi adolescencia. Pensar en esa bebida, además de atentar contra la idea de placer que siempre le conferí al hecho de tomar alcohol, me hacía recordar a una escena de la película de Los Simpson, cuando Ayudante de Santa se encuentra con Otto y le confiesa, con un par de ladridos, haber hecho cosas que lo atormentaran toda la vida.

El secreto es arrancar con uno bueno, dijo y me compartió un enlace. La página tenía ofertas muy seductoras. Terminé yendo a lo seguro y compré un Jack Daniels clásico. La promoción incluía el envío y un vasito de vidrio muy coqueto que aun conservo. Cuando tuve la botella en mis manos me invadió un sentimiento de riesgo. Esa atmósfera de amenaza duró hasta que serví la primera medida. Fue la inauguración de una saga etílica que resultaba inimaginable. Creo no faltar a la verdad si digo que durante ese invierno consumí más whisky que agua.

La amistad se parece al matrimonio. Es algo en lo que los participantes tienen que creer y poner fe: confiar en que durará para siempre. Cuando bajó la espuma de la cuarentena y la gente empezó a salir, arreglamos para vernos. Pusimos como punto de encuentro el San Bernardo, un café donde además de comer y beber se puede jugar al metegol o al billar. También al ping pong. Nico estaba vestido exactamente igual a cuando nos conocimos.

Mientras esperamos nuestro turno nos pusimos a charlar. Al lado nuestro había una pareja perpleja. Según Nico, lo que les llamaba la atención era la velocidad con la que el mozo iba y venía de la barra a nuestra mesa. ¡Ocurre que nos las trae pinchadas!, dijo Nico a la quinta cerveza, buscando su complicidad, sin lograrlo. Cuando los parlantes anunciaron nuestros apodos me levanté rápido. Las mesas de ping pong están cronometradas y para las paletas es obligatorio empeñar el documento. No hace falta, dijo: hoy es noche de estreno; y sacó de la mochila una bolsa verde con líneas blancas, medio transparente, típica de verdulería.

Fueron de nuestros peores partidos. Por lejos. En un momento se cortó la luz. Con las linternas de los celulares peloteamos un rato más, hasta que nos dimos cuenta que era misión imposible. Como todavía no se había terminado nuestro turno nos volvimos a sentar. Esta vez en una mesa muchísimo más pequeña. A pesar de estar a centímetros no había manera de distinguir al otro: el lugar estaba completamente negro. Aquel escenario empujó a Nico a contarme sobre un encuentro metafísico que tuvo con dos personas que jamás pudo conocer. Sus padres.

Como la luz no volvió más, salimos a buscarla. Era temprano y tarde. Por las restricciones horarias de la pandemia nos costó mucho encontrar un kiosco abierto. Después de haber caminado unas treinta cuadras, compramos dos latitas y seguimos yirando. Completamente borrachos y cansados, tuvimos una revelación. La misma de Tom Hanks en Forrest Gump cuando se cansa de correr: hay que volver a casa. Mientras nos despedíamos, Nico abrió los ojos como dos huevos fritos. ¿Te diste cuenta?, preguntó, haciéndome señas de que mire para atrás. Estábamos en la puerta de la oficina.

Esa noche Nico me dijo que se volvía. Luego de un hijo y diez años en la Argentina, era el momento de regresar a su lugar en el mundo. Se trataba de una decisión que venía tallando y que la pandemia había terminado de afilar. Tenía todo listo. Era cuestión de deshabitar su departamento y subirse al avión. Dos meses más tarde, cuando logré aceptar la noticia, lo invité a cenar.

Esa noche Nico llegó con una mochila que, apenas le abrí, empezó a vaciar. Eran tres regalos. La poesía reunida de Luis Tedesco, la camiseta titular de la selección colombiana y una petaca plateada. El resto fue a la heladera. Si bien esa noche había partido -la tele estuvo encendida todo el tiempo-, nos dedicamos a charlar. Comimos pizza y tomamos cerveza con whisky.

Esa noche la sobremesa fue una idea: diseñar un tatuaje. Primero me pidió una hoja. Luego se paró y caminó hasta la bici. Del bolsillo de la mochila sacó tres lápices de colores. De vuelta en la mesa se puso manos a la obra. Hace poco me puse a acomodar unos libros y la encontré. Estaba doblada por la mitad, pero por las sombras de los dibujos la reconocí al instante. Eufórico, la desplegué sin recordar muy bien lo que habíamos hecho. Después de repasarla con minuciosidad, confundido y con un poco de vergüenza ajena, la volví a guardar.

Esa noche después de los dibujos seguimos con el tema tatuaje. Ya no como proyecto, sino como realidad fáctica. Nico lleva el dibujo de un sol inca en uno de sus brazos. El diseño es rústico, de color negro, apagado. Era la primera vez que le preguntaba por el origen del tatuaje y mi voz lo dejó helado. Con la cara de alguien que lleva años esperando dar su versión de los hechos, se puso a hablar.

Esa noche Nico me habló sobre su adolescencia. Sobre cómo sobrevivió a ese mundo que parpadeaba sin ganas. Donde lo inesperado no tenía cabida. En ese contexto, sin tener ni dieciocho años, sintió por primera vez el tirón del deseo y se fue a tatuar. Con el brazo pintado se quedó dando unas vueltas por el centro, embolsando coraje. A las doce de la noche llegaba Papá Noel y había reunión familiar.

Esa noche Nico irradiaba una felicidad perfecta y peligrosa. Hasta que lo descubrieron su casa navegaba como un barco hacia al verano. Pero en cuestión de segundos todo se hizo vértigo y aturdimiento. La balacera, que duró un buen rato, se interrumpió de golpe. Despacito, apoyando sus palmas sobre la mesa como quien toma impulso, un tío que jamás se había pronunciado sobre nada se puso de pie y caminó hasta Nico. Con la intención de abrazarlo pero sin hacerlo hizo una pausa larga y dijo, con una voz ambarina, que eso no era un tatuaje. Que eso era la libertad.

Esa noche, la del miércoles tres de marzo de 2021, fue la última vez que nos vimos.

Al poco tiempo de su partida recibí un mensaje de Ana, amiga y confidente de Nico. Decía de vernos. Para charlar y entregarme una cosa que me había dejado Nico. Fijar día, hora y ubicación fue de lo más sencillo. Como la noche estaba hermosa elegimos una mesita sobre la vereda. Picamos algo y tomamos cerveza. Cumplidas las formalidades que tiene una charla entre dos personas que no se ven hace mucho, Ana levantó la mochila del piso y la llevó a su falda. Tardó varios segundos en despejar sus cosas hasta que pudo sacar lo mío. Una bolsa verde con líneas blancas, medio transparente, típica de verdulería.

La ilustración es de Aneira Oriani, soldada vegana y diseñadora.

--

--