El sueño indirecto (parte I)

Nacho Gareca
8 min readMar 26, 2024

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Leo en internet una columna de opinión. Un hijo no ha nacido para cumplir los sueños de sus padres, dice el título. Más abajo, la idea central: Los niños merecen que sus adultos esperen grandes cosas de ellos, pero idealizarlos les llena de impotencia, miedo y soledad. Al terminar me acuerdo de mi padre. Más que de él, del tiempo que compartimos. No del tiempo como figura retórica. Sino del tiempo como unidad concreta y medible. Aunque sume, reste o divida, el resultado siempre es el mismo. Poco. Muy poco.

Recordar el tiempo compartido junto a mi padre se condensa en una forma energética específica: el calor. Los veranos en Cafayate, en La Falda, esos diez días en Brasil. Luego todo volvía a la normalidad. Una normalidad cifrada por el trabajo.

Mi padre nunca supo el significado de descansar un veinticinco de diciembre o un primero de enero. Apenas si pudo arañar la sensación de dormir media hora de más un sábado, o de extender alguna sobremesa de domingo. Su vida laboral inició a los 16 y finalizó -junto a su vida literal-, a los 61.

En esos días compartidos, mi padre solía exponer sus deseos y preocupaciones. Él, al igual que muchos de su generación, veía en el estudio la única posibilidad de supervivencia. ¡El cartón!, decía, en alusión a la obtención de un diploma. ¡Lo importante es el cartón! Por momentos ese fervor también incluía destellos de misticismo. El padre que segundos atrás intentaba persuadir a su hijo sobre las bondades de obtener un título universitario, de golpe parecía un sacerdote defendiendo ante una comisión del Vaticano la importancia de su canonización.

Más tarde, cuando bajaba la espuma, afloraba otra cosa. Si manifestar un deseo o una preocupación es difícil, existe algo aún más complejo: exteriorizar un sueño. A su manera, entre sutil e invisible, como se transmiten las cosas que verdaderamente importan, mi padre supo transmitirme el suyo. Un sueño de su propiedad que hice mío. Un sueño al que conocía, amaba y que jamás pudo concretar, pero su hijo sí. Porque el amor a los sueños, engendra amor a los sueños.

Lo conocí en la casa de una prima. Sobre la mesa de la cocina había dos cajas. En una, fotos en blanco y negro. En otra, todas en sepia: allí estaba él. Tomada a mediados de 1914 en el puerto de Génova, al noroeste de Italia, parecía el folleto promocional de una película. Ordenados en tres hileras -en la primera, sentados; al medio y arriba, de pie-, dieciocho hombres vestidos con sombrero bombín, moño y frac. Todos de negro salvo uno, con el mismo atuendo, pero íntegramente de blanco.

El 26 de marzo de 1884 a las nueve y cuarto de la mañana, en Osimo, provincia de Ancona, a orillas del mar Adriático, hijo de Rafael y Teresa, nació Giulio, mi bisabuelo. Por Julio -siempre lo nombraba con jota-, vos podes ser italiano, le gustaba decir a mi padre. En el siglo pasado, el trámite de la ciudadanía italiana era mucho más accesible -y menos atractivo- que en la actualidad. Según mi madre, mi padre hizo varios intentos para reunir la documentación, pero siempre tropezaba con alguna falta, de tiempo o de dinero.

Una mañana de enero de 2015 fui a visitar a Elio, el hermano de mi padre. La única punta que tenía para iniciar las averiguaciones estaba en su casa: una copia del acta de nacimiento de Giulio, souvenir de una amiga de la familia, luego de vacacionar en Italia. Si bien la copia era del año noventa y tres, me bastaba para dar el primer paso.

Científicamente, la ciudadanía italiana se basa sobre el principio de iure sanguinis -o derecho de sangre-, por el cual el hijo nacido de padre italiano, es italiano. Si la italiana es la madre, sólo transmite la ciudadanía a los hijos nacidos a partir del primero de enero de 1948, fecha de la entrada en vigor de la Constitución. Para demostrar esto, debía reunir las actas de nacimiento, matrimonio y defunción, de mi bisabuelo, mi abuela y mi padre.

El eslabón donde inicia -o termina- todo, es el Certificado de No Naturalización. En criollo: el papel que indica si el familiar italiano se nacionalizó argentino. Si mi bisabuelo se hubiera nacionalizado, el trámite aún podía realizarse, pero con un nivel de complejidad mucho más elevado. En cambio, si mi bisabuelo no se había nacionalizado, la recolección de las actas podía ser inmediata.

En septiembre de 2019 fuimos junto a mi madre a la central del correo. Además del acta de nacimiento de Giulio debía adjuntar la información que demostrara nuestro vínculo, una carta de puño y letra justificando la motivación de la solicitud, y tres estampillas que se conseguían únicamente en el Banco Nación. Un verdadero trámite de realidad aumentada. Entregado el sobre, nos dedicamos a -rezar- esperar. La respuesta demoró tres meses.

El Sr. Giulio Sante Arnaldo o Julio, nacido el 26/03/1884 en Italia, Ancona, Osimo, fallecido, no se encuentra inscripto en el registro de argentinos nativos y/o naturalizados.

Todo fue luz y esperanza hasta que descubrí la letra fatídica. En las actas de mi abuela, su apellido estaba mal escrito. Ante la negativa del registro civil de hacer una rectificación administrativa, la única salida fue gestionar un pedido de información sumaria. Esto es, contratar a un abogado y hacer un juicio. La sentencia demoró dos años.

Durante ese interín, otro punto de fuga: el acta de matrimonio de mi bisabuelo. Al desconocer dónde se había casado e imposibilitado de acceder -con Giulio, su esposa, mi abuela y mi padre reunidos en el más allá- a una fuente testimonial que me permitiese hallarla, la operación mental fue hacer un viaje en el tiempo. Razonar como alguien que contrae matrimonio en una provincia del interior del país a principios del siglo veinte. Es decir, casarse joven y hacerlo en el pueblito más marginal posible. El cálculo falló y ninguna de las parroquias que recorrí durante ese tiempo supo darme información.

En el zénit de la desesperación, mi madre tuvo una revelación. Daniel, dijo. Daniel: el primo, dijo. Además de resaltar varias veces el nombre -Daniel- y el grado de consanguinidad -el primo-, la reminiscencia incluía algo más: una terracita. Reuniendo las piezas, mi madre hablaba de Daniel, un primo de mi padre, cuya casa, pequeña y acogedora, ubicada en la esquina de un pasaje, tenía una terracita. Según ella, en esa terracita, tuvo lugar la navidad más inolvidable de su vida. Al terminar su relato, mi madre subió al auto y dijo vamos. Sin recordar la dirección exacta, poseída por una intuición animal, sabía que la encontraríamos.

La casa era una oda al abandono. Rejas oxidadas, yuyos altos, paredes descascaradas. Como la puertita del cantero estaba trabada, hicimos palmas, pero nada. Había que tomar una decisión. Irse o saltar el cantero. Elegí saltar. Primero toqué la puerta y luego el timbre. Repetí ambas acciones de manera alternada. Lo mismo: nada. Media hora después de hacer palmas, tocar la puerta y el timbre, desistimos. De espaldas a la casa, en dirección al auto, oímos una voz: ¿sí?

Entrar a esa casa fue como regresar a la de mi abuela. Electrodomésticos de la década del cuarenta, azulejos color vino y olor a encierro. Considerando que era la primera vez que nos veíamos, congeniamos rápidamente. Los primeros minutos estuvieron signados por la tipicidad de un intercambio entre desconocidos: amabilidad sobreactuada y sonrisas al aire en los baches de silencio. En la cocina nos invitó a tomar asiento pero nos negamos con la intención de los que quieren seguir recorriendo.

En el living, Daniel nos hizo un tour por los portarretratos que decoraban la sala. Primero los señalaba -con un índice que tenía más nicotina que piel- y luego hacía una breve descripción de los protagonistas. Esas fotos, más que fotos parecían pequeños mundos de recuerdos que ya no ayudaban, que ya no se creían. Cuando su cuerpo nos hizo entender que la visita guiada había terminado, le confesamos qué hacíamos allí. No, fue su respuesta: del abuelo Giulio no tengo nada. Nada de nada.

Por esos días comprobé una teoría: cuando las puteadas no tienen destino humano concreto siempre se debilitan. ¿Quién era el responsable de no haber apuntado el lugar y la fecha de casamiento de mi bisabuelo? ¿Mi abuela? ¿Mi padre? ¿Acaso era obligación de ellos tener ese registro? Pasé varias semanas masticando mis preocupaciones, las mil preguntas que me inquietaban. Sin el acta de matrimonio, chau ciudadanía. Cuando todo parecía -una vez más- irse por la borda, recibí un llamado.

Mi hermano, para contarme que el día anterior, sentado en la cocina, mientras miraba fútbol, sonó el timbre. ¿Quién es?, preguntó. Como no hubo respuesta, siguió con lo suyo. Luego volvió a sonar y tampoco respondieron. La tercera vez, mi hermano no atendió. Directamente fue hasta la ventana para ver quién era un domingo a las siete de la tarde. Afuera, lo único que se podía ver con nitidez era una bicicleta gris muy deteriorada. A pocos centímetros, sobresaliendo por un costado de la columna donde está incrustado el portero eléctrico, se adivinaban las sobras de una silueta masculina.

Al salir a su encuentro, mi hermano no tuvo necesidad de abrir la boca. A través una voz castigada por el alcohol, el hombre se presentó y pidió disculpas por su estado. Luego estiró su mano derecha -con la izquierda sujetaba con fuerza una barra del portón- hasta el bolsillo de la camisa y sacó un papel. Dáselo a tu hermano, dijo, y se alargó, como pudo, hasta la bicicleta. Al oír la puerta, mi madre preguntó quién había tocado el timbre. Daniel, el primo, respondió mi hermano.

Giulio se había casado en un pueblito ubicado en las tripas de la provincia de Santiago del Estero. Ante la inexistencia de oficinas gubernamentales, me pude hacer con el acta gracias a la gestión de Gustavo, un viejo amigo santiagueño. Actualmente, en ese pueblito viven siete mil personas y hay una sola iglesia: la parroquia de San Miguel Arcángel, santo representado con una espada, considerado como un defensor de la fe y la justicia divina.

Con todos los papeles en mi poder, el momento de la revisión final y un último descubrimiento. En la sentencia judicial que habilitaba la rectificación de la documentación de mi abuela, habían omitido la inclusión de un acta. Los caminos para subsanar el error eran dos. Reabrir el expediente -con una demora, en el mejor de los casos, de un año-, o esperar un milagro. Faltaban cuarenta días para mi viaje a Italia.

A esas alturas no sentía frustración. A esas alturas, la frustración ya era parte de mi ser. Era la misma cosa junto a mi cansancio. Era la mirada reseca y desoladora con la que observaba las cosas. Esa misma noche me puse a enumerar, lento y absorto, como quien trata de dar palabras a un sueño ya inalcanzable, las posibilidades que tenía a mi alcance para remontar la situación. Antes de acostarme, leí por última vez la sentencia.

El apellido de uno de los firmantes me llamó considerablemente la atención. Era un apellido de cuatro letras -tres consonantes- que me sonaba de algún lado. Trataba de pensar de dónde, pero los recuerdos se me atascaban. Martín, pensé. ¡Martín, el de la facu! A oscuras y desde la cama, lo busqué en Instagram. Aunque no éramos amigos, le escribí un mensaje privado. A la mañana siguiente, su respuesta brillaba en mi pantalla. En ese momento se me ocurrieron dos efes: fortuna y felicidad.

Estoy en uno de los corredores del aeropuerto de Ezeiza. Hace algunos minutos hice una videollamada con mi madre y sus palabras aún resuenan en mi cabeza. Aunque ella, sospecho, no lo sabe, además de la existencia, me transmitió un don. El don de saber llevar bien la soledad, con sus terribles bandazos hacia el exterior y sus caídas suaves a la tranquilidad. Aunque me siento exhausto, intento no agotarme pensando en todo lo que viene. De fondo anuncian el inicio del preembarque del vuelo 1140 de Aerolíneas Argentinas con destino a la ciudad de Roma.

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