Despejar la X

Nacho Gareca
6 min readAug 19, 2023

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Acaban de anunciar la fecha. El examen es dentro de dos meses. Estoy sentado y espero. Necesito que el aula se vacíe para ordenar la cabeza. Hago los cálculos. Si quiero llegar bien, tengo que arrancar el lunes. Es viernes. Camino por el pasillo de la facultad. Busco algo. Me acerco a la cartelera. Es tipo vitrina, con vidrio corredizo. Los papeles están adheridos a una cartulina verde con chinches doradas. Todos simétricos y prolijos. Salvo uno. Escrito a mano, pegado con cinta scotch.

Clara Castro

Contadora Pública Nacional

Ingresos, exámenes y clases particulares

Pueyrredón 450

4317532

Decime Clarita, sugiere, mientras repasa los apuntes y toma nota. Tiene el pelo muy corto. Negro, con algunas canas. Estatura media. Un poco de ojeras, aritos de perla y fuma. Fuma cuando escucha y fuma cuando habla. Fuma sentada y fuma de pie. Fuma cuando escribe y fuma cuando lee. Bien, dice, pensativa. Luego hace una seca que dura lo mismo que su reflexión. Arrancamos mañana.

Clarita trabajó toda su vida en el Estado. Un día, camino a su oficina, vió una casa en venta. No, le dijeron, tajantes, los de la inmobiliaria: la casa se vende entera. Clarita insistió. Lo hizo durante mucho tiempo. Hasta que logró convencerlos y le vendieron únicamente el garaje. Concretada la operación, Clarita renunció a su puesto para atender un antiguo deseo: la pedagogía.

El espacio donde Clarita enseña es más largo que ancho. Tiene dos tablones de madera con caballetes, trece sillas de plástico y un escritorio individual. En una de las paredes se despliega un mapa de la Argentina. En la otra, una estructura metálica de cuatro estantes hace de biblioteca. Como la casa nunca dejó de estar en venta, para ver su interior, los potenciales compradores están obligados a atravesar la clase. Ahí es cuando Clarita entra en acción: se presenta y ofrece sus servicios. Cuando se van, siempre pregunta lo mismo. ¿Alguno de ustedes compraría una casa con el garaje sitiado por extraños?

En Japón hay un estilo de pintura llamado sumi-e. Es un estilo en el cual los pintores japoneses usan el menor número posible de pinceladas para representar las formas de un cuadro. Así enseña Clarita. Su método es austero. Una o dos consultas por alumno. Tres, como máximo, y las dudas desaparecen. Sus clases duran ciento veinte minutos y se abonan siempre al final, sin posibilidad de hacer pagos por adelantado. Tiki-taka, como en Japón.

Martes seis de abril. Mi primera clase. El lugar está vacío. En un rato llegan todos, explica un chico de anteojos, rulos y delantal gris. Se llama Mateo. Mateo es de esas personas que uno sospecha amante de los libros, pero no. Su verdadera pasión son los motores. Charlamos un rato largo, hasta que Clarita terminó de corregir unas pruebas, se paró delante de nosotros y nos pidió por favor silencio. Luego me dió algunos ejercicios que pude resolver sin dificultad.

La única familia de Clarita es Rosita. Cuando me habló por primera vez de ella sentí una especie de privilegio. Como si estuviera regalándome una porción significativa de su intimidad. Con el correr de las clases me dí cuenta que estaba equivocado: a cada alumno nuevo le hablaba de Rosita. De cómo Rosita la acompaña siempre a todos lados o de cómo es su día a día viviendo juntas. Si bien Clarita se muestra rara y difícil la mayor parte del tiempo, cuando habla de Rosita algo en su rostro se apacigua.

Clarita suele contar el ritual que todos los años repiten con Rosita. Cada 31 de diciembre suben al cerro y esperan la llegada del año nuevo desde la cima, contemplan los fuegos artificiales y brindan. Clarita con una latita de gaseosa, Rosita con nada. Una mañana, Mateo le preguntó si algún día conoceríamos a Rosita. Clarita se tentó. Era una risa para adentro, como la de alguien que se acuerda de algo gracioso en un momento inoportuno. Su risa era tan genuina que no podía ni siquiera concretar una seca de cigarrillo. Esto la hizo volver en sí. Una vez que pudo tragar el humo, logró responder. Rosita viene todos los días, dijo, señalando una camioneta Ford Ecosport roja, estacionada en la puerta.

A pesar de su adicción al tabaco -o quizás gracias a esa dependencia-, Clarita sufría de una hipocondría severa. Si en su palma derecha tenía tatuado un cigarrillo, en la izquierda siempre llevaba un Lysoform. Las veces que alguien le pedía una mano con algún ejercicio jamás soltaba el cigarrillo, prefería dejar el desinfectante. Eso sí: siempre cerca. Cuando alguien tosía o estornudaba, Clarita lo rociaba. Luego la clase se quedaba por unos segundos en silencio. Clarita se paraba y caminaba en círculos. Fumaba. Pero fumaba distinto. Como si el humo expulsado durante esas secas no viniera de sus pulmones. Sino de un lugar mucho más lejano. De un rincón profundo de su alma.

Estar cerca de un examen importante se parece mucho al despegue de un avión. El abismo que sentimos en el estómago cuando las ruedas se separan de la tierra, en los días previos a rendir lo sentimos en el pecho, la boca y las manos. Pasó más de un mes y medio de mi primera clase. En la recta final siento que los ejercicios que me da Clarita son una especie de veneno. No es una metáfora, es un sueño que me visita todas las noches. Estoy en una casa desconocida. Camino despacio. Mi cuerpo me exige no hacer ruido. En la cocina veo a Clarita. Es su espalda, la reconozco. Con una mano fuma. Con la otra revuelve algo. Me acerco. Ella no me percibe. Es un líquido espeso. De fondo un televisor relampaguea. Me despierto.

Viernes. Ocho y media de la noche. El examen es el lunes. En el garaje estamos únicamente nosotros. Mientras acomodo las cosas para irme, Clarita me pide que la escuche. Sos un inútil, dice: y los inútiles no se reciben. Lo dice sin soberbia ni grandilocuencia. Sin maldad, como alguien que se libera de un secreto que lo aprisiona. Clarita me dice que soy un inútil sin conocimiento, pero con mucha intuición. Una intuición luminosa y liviana. Transparente.

Según la psiquiatría, la experiencia es necesaria para añadir crédito emocional a la comprensión intelectual, pero el impacto de la experiencia siempre se desvanece con el tiempo. Al abandonar la universidad no pude rendir el examen. Fue un período de ausencia. Vacío. Y cuando la falta aparece, se disparan las preguntas.

De vuelta al ruedo me decidí por una marcha en espiral. La distancia más larga -más segura-, entre dos puntos. Volví a la universidad y me gradué. Fueron cuatro años de ir a clases y pensar en Clarita. De pensar en Clarita e ir a clases. Aprobaron mi tesis en julio. La noticia salió en octubre. El sábado 1° de octubre. En su domicilio particular ubicado en la casa 6, manzana 27 del Barrio San Carlos encuentran a una mujer de 56 años sin vida.

Dicen que a los recuerdos no les gusta ser ignorados. Algunos, como las nubes que no llueven, se vuelven más densos. Otros cambian de forma. Se dispersan. Desaparecen. Volví a pasar por el garaje hace poco. El cartel de, ‘Se vende’, sigue intacto. Esa noche soñé con la misma casa. Camino despacio. En la cocina no hay nadie. El humo viene del living. Clarita está sentada con las piernas cruzadas. Lee y fuma. Esta vez sí puede percibirme. Al verme se queda quieta. Clarita busca en esa quietud el impulso para dar un salto. Quiere vivir, pero no sabe cómo.

La ilustración es de la artista Angela Gravano

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