Cachar la wea

Nacho Gareca
6 min readMar 15, 2023

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El portón y la puerta son de madera. El portón está cerrado, la puerta no. El garaje es largo. Hay cuatro autos. Los de atrás fueron usados hace poco. Dan esa impresión. Los de adelante parecen abandonados. Están enteros pero muy sucios, las ruedas desinfladas. Bien al fondo se ve el galpón. Arriba del timbre, pegado con cinta de papel, un cartel pide palmas. Es imposible que alguien escuche, pienso. Desprendo la cadena de plástico que cuelga entre la pared y la bisagra de la puerta. Doy un paso sin soltarla, giro y la vuelvo a enganchar. Camino despacio.

El galpón tiene un tragaluz enorme. No lo veo, lo deduzco. La luz del sol baña cada rincón del lugar. A medida que avanzo todo se hace más dorado. El olor a aserrín me produce una sensación muy parecida al alivio. Parado sobre el marco transcurren varios segundos en silencio, hasta que advierten mi presencia. ¿Sí?, pregunta un hombre. Buenas tardes, respondo: busco a don Calderón.

Don Calderón tiene una mano mocha, usa anteojos culo de botella y su ropa siempre tiene destellos de barniz. Se vino de Chile cuando la dictadura de Augusto Pinochet calentaba motores, a fines del setenta y tres. Llegó a la terminal de ómnibus de Salta acompañado de su esposa, dos bolsos y un oficio para encarar su nueva vida. Hasta que lograran estar mínimamente ubicados, la prima de una amiga de su mujer les brindaría asilo en su casa. En el lugar todos se sorprendieron. El parecido entre don Calderón y el ex presidente Salvador Allende era estremecedor.

Si bien no es el dueño, don Calderón es la persona más respetada en la carpintería. Tiene a su cargo cinco personas. Tres ayudantes que van rotando según las necesidades, Fredy, el pintor y Néstor, su mano derecha. Según don Calderón, la clave del éxito -lleva casi cuarenta años en el lugar- radica en el trato monosilábico. La estrategia corre para todos, empleados y clientes. Es la única forma que conoce de hacer lo suyo. Para don Calderón, hablar poco garantiza un trabajo bien hecho.

La debilidad de don Calderón son las sillas. Hace poco mi madre le dejó una. Maciza, de madera petiribí, tapizada en blanco. El tema eran las patas: estaban medio flojas. La proyección de don Calderón era tenerla lista en una semana. Y cumplió, pero ella se olvidó. Una tarde, luego de comprar pan, en la puerta de la casa de mi madre, mientras buscaba las llaves, se acercó un hombre. Cuando le pregunté quién era sonrió. Dígale a su mamá que ya está lista. Que pase antes del fin de semana. Quise preguntarle de qué me estaba hablando pero no pude. Apenas terminó la frase pegó media vuelta y se fue.

El hombre que me recibe en la carpintería es Fredy. Fredy es morocho, petiso y siempre lleva un pañuelo sobre su hombro derecho. Quienes conocen a Fredy aseguran que el pañuelo es una extensión suya. Una extremidad más. Como un garfio o una pata de palo, pero más versátil. A esa altura don Calderón ya me había reconocido. Qué tal, dijimos al mismo tiempo y nos estrechamos la mano. De fondo, Fredy utiliza el pañuelo para darle latigazos a una mesa que deben retirar en cualquier momento. Su silla, dice, como alguien que teme olvidarse de algo, don Calderón. Venga, sígame por aquí.

En la oficina de don Calderón manda el desorden. Un desorden particular, que no deprime. Un desorden cálido, que invita a la acción. En el lugar hay una radio, una mesa y una silla. La radio está encendida pero apenas entramos le baja el volumen a cero. La mesa es viejísima. Verde, de metal. Es de esas mesas que tienen fotos en el medio y un vidrio arriba. En el medio de la oficina hay una silla. Es la silla de mi madre.

Luego de brindarme un detalle pormenorizado de su trabajo pasamos a los números. Por arreglar las patas y lustrar toda la estructura, don Calderón me cobró mil pesos. Al recibir el dinero quiso saber si estaba en auto. Como la respuesta fue no, me preguntó si podía llevarla así nomás. Entre la carpintería y la casa de mi madre hay casi dos cuadras. La silla no es liviana, pero tampoco imposible de transportar por esa distancia. Sí, respondí, no hay problema. Antes de irme le pedí su número, pero me dio una aclaración. Si quiere hablar conmigo, nada más venga.

Don Calderón no usa celular. Según su ecuación, mundo digital es igual a perder el tiempo. Esa forma de pensar -de vivir- es consecuencia de su oficio. Este galpón contiene mucho más mundo que la pantalla de un aparato, repite cada vez que puede. Sus días son eso. Jornadas llenas de una materialidad muy específica. Jornadas llenas de una realidad que solo la madera puede otorgarle.

Como buen capitán de barco, don Calderón es siempre el primero en llegar y el último en irse. De las veces que me tocó ir temprano, cuando recién abría, siempre me llamó la atención la distribución de las cosas. Era evidente que había mucho espacio desperdiciado. En donde podía no haber nada, había algo, y viceversa. Su explicación es que, como no le gustan las sombras, acomoda todo el mobiliario para retrasar al máximo la llegada de cualquier proyección oscura.

Cada vez que don Calderón explica algo, termina siempre con la misma frase: ¿cachai la wea? Cachar la wea significa, en argentino básico, entender algo. A lo largo de nuestros encuentros entendí casi todo. Una semana después de nuestra última charla, le confesé que no había logrado cachar la wea sobre lo de su miedo a las sombras. Esa mañana, como nunca, don Calderón me pidió que regrese a la noche. Había surgido un asunto con Néstor que exigía una resolución inmediata.

Sobre Néstor hablamos muy poco. El vínculo entre don Calderón y su mano derecha databa de más de dos décadas. Néstor trabajó durante mucho tiempo como colaborador en un templo evangelista. En aquel entonces, por recomendación de un feligrés, llevó a la carpintería varios muebles. Esa dinámica se mantuvo durante varias semanas. Aunque lo intentó un millón de veces, Néstor nunca logró persuadir a don Calderón para que se convirtiera en un hombre de fe. Una tarde, Néstor le llevó tres banquetas que debía retirar a la semana siguiente. Pero eso nunca ocurrió. Era la primera vez que Néstor no asistía en el día y la hora indicados. Cuando se cumplió un mes, don Calderón decidió ir hasta el lugar. En el templo le dijeron que no conocían a nadie con ese nombre.

Al weón lo chuparon entero, recuerda don Calderón. En el diccionario de don Calderón, chupar es robar. Durante las temporadas que Néstor fue parte del templo evangelista, a través de maniobras muy finas y hasta perturbadoras, le fueron sacando absolutamente todo. Primero sus ahorros, después la casa y por último, la frutilla del postre: su familia. Antes -y durante- la religión, Néstor era un hombre risueño. Divertido, sociable. Después de la religión se volvió una persona retraída y taciturna. Ahora desconfía hasta de las plantas, dice don Calderón.

Son las diez de la noche y don Calderón aterriza ensimismado. El temita -así le dice a lo que hicieron con Néstor- se resolvió sin sobresaltos. Cuando entramos me hace señas para que lo espere en su oficina. A los segundos reaparece con dos vasos. Es evidente que algo le pasa. Tiene hijos el Néstor, dice, de la nada. El Néstor sabe. Sabe lo que significa brindar asistencia. Sabe lo que es preocuparse por los otros, continúa. Cuando termina hace un fondo blanco y se queda mirando el piso. Luego vuelve, se cruza de brazos y dice cuatro palabras. Las sombras, las sombras.

Para don Calderón creer que las sombras son solo sombras es una estupidez. Tiene una teoría: habiendo tanto detrás de todas las cosas del mundo, detrás de las sombras sin duda tiene que haber algo más. Don Calderón habla de las sombras como un hombre que acaba de descubrir el fuego. Desborda euforia. Una euforia tan real como las piedras. De golpe don Calderón se calla. Traga saliva y agarra la botella. La seca y respira hondo. Sus movimientos hacen que la piedra inmóvil de la angustia me hierva en el pecho. En silencio, con la mueca del grito aún en sus labios, me mira fijo. ¿Cachai?, dice. ¿Cachai la wea?

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