A mi amigo Joaquín Giannuzzi

Nacho Gareca
6 min readAug 10, 2021

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Conocí a Joaquín Giannuzzi en la parte más fulera del encierro 2020. En ese momento, donde todo era escombros y pensar en el futuro resultaba imposible, su poesía me dio la sensación de estar charlando con un amigo. A través de su escritura, Giannuzzi me enseñó que la lógica es inquebrantable, pero no resiste ante un hombre que quiere vivir. Porque allí donde percibimos un gran basural también está la chance de abrir algo nuevo y luminoso.

Hace poco me levanté lleno de buenas intenciones y me puse a limpiar el departamento. Encontré un cuaderno con las anotaciones que iba tomando mientras leía sus poemas. Con la relectura, una revelación: este chabón me salvó la vida. En el piso, sentado como indio, entendí que había llegado el momento de agradecerle. ¿Cómo? Viajando al norte.

Joaquín era más porteño que el cemento pero murió en la ciudad de Salta, de un infarto, a los 79. Además, viajaba cada verano a Campo Quijano, localidad ubicada a cuarenta kilómetros de la capital salteña, donde su esposa, la escritora jujeña Libertad Demitrópulos, tenía una casa. Para saber donde descansaba, conversé con mucha gente. Según todos, la despedida fue multitudinaria. Con una pequeña diferencia. Sus amigos sostenían que Giannuzzi estaba enterrado en Salta capital. Su familia, en Campo Quijano. La versión correcta era propiedad de los herederos.

Primer llamado a la municipalidad de Campo Quijano. Atiende una voz de mujer grande. Le cuento. Dice no tener idea sobre las ubicaciones en la necrópolis. Luego indica que aguarde un segundo. Le va a trasladar mi consulta a su compañera, quien está, según sus palabras, con un contribuyente. Escucho: Daiana, un señor pregunta sobre el cementerio.

Daiana: tiene que ir por la mañana, de siete a doce. Busque a don Barbosa.

Nacho: ¿cómo lo identifico?

D: cuando esté en el cementerio, pregunte por don Barbosa.

N: ¿Barbosa me sabrá guiar?

D: creería que sí.

Necesito ir a Quijano con alguna certeza y la ambigüedad de Daiana no ayuda. Ella lo sabe. Luego de unos segundos en silencio, me pide dos cosas. Que vuelva a deletrear el apellido y la llame en quince minutos.

Segundo llamado. La voz de mujer grande no recuerda quién soy. Le refresco. Ahora sí. Me pasa.

Daiana: el señor Giannuzzi descansa en la sección 8, manzana 1, lote 28. Pasando el caño de agua, a la derecha.

Soy el hombre más feliz del mundo. Con esa información don Barbosa sabrá qué hacer, pienso, sin convencerme. El encuentro con Joaquín está cerca. Lo presiento. Antes de cortar, quiero confirmar un último dato: la ubicación del cementerio.

Daiana: sí, sí, esa es la calle, aunque no me acuerdo muy bien ahora.

Miércoles. Soleado. Cuatro grados. El cementerio Jesús Misericordioso ocupa dos manzanas. En la entrada, nombre y cruz negros. Puerta de rejas, cartel de prohibido ingresar con animales. Roto el umbral, unos tachos de pintura llenos de flores. El muchacho que las vende viste gorro de lana y buzo arremangado. Conversa con un anciano sentado sobre un tronco que hace de banco. En la escena no hay barbijos.

Al descubrirme, el anciano recomienda correr el auto. Los camiones de la construcción se lo van a hacer bolsa, explica. Obedezco y estaciono detrás de su bici. Pregunto por don Barbosa. Se acaba de ir a la asamblea municipal, responden, a coro. Alargando el papel con los datos, consulto si pueden orientarme. No tengo idea, dice, mientras lo inspecciona, el muchacho de las flores. El anciano, atento, escucha como masticando una reflexión. Sin agarrar el papel, pregunta: ¿tiene su teléfono a mano?

Tercer llamado. Me atiende una voz similar a la de la mujer grande, pero mucho más joven. Pregunto por Daiana: se acaba de ir a la asamblea municipal. Las dos personas que más necesito en ese momento de mi vida están juntas. En forma de súplica le digo que no corte, que busquemos una solución. Como un rayo, la encuentro: pido ser guiado telefónicamente. El silencio es eterno. Bueno, dice, llena de dudas. Busco el papel para cantarle las coordenadas pero no lo encuentro. Lo tiene el muchacho de las flores en un bolsillo del jogging.

Sección 8, manzana 1, lote 28, pasando el caño de agua, a la derecha. Dicto e intento convencerme de que mi interlocutora conoce el lugar. Pero no. Está más perdida que nosotros. El muchacho de las flores -se llama Santiago Espinosa- camina conmigo. Su actitud fue otra luego del llamado. Pasó de no tener idea a ser una especie de guía turístico. Del otro lado, la mujer me pide paciencia: el mapa del cementerio es viejísimo y casi no se lee.

Uno de los momentos más aterradores de la película El Proyecto Blair Witch es cuando los protagonistas se dan cuenta que caminan en círculos, es decir, que jamás van a salir del bosque embrujado. Santiago me sugiere que pregunte cuál caño de agua. Lo hago. En el cementerio hay uno solo, responde la mujer. Luego de un rato largo jugando al pacman, salimos por un sendero de piedras: cien metros que desembocan en la parte más bonita del cementerio. Hay césped, flores. Llegamos. Antes de cortar, la mujer indica que, aunque en el lugar predominan las covachitas de a tres, la del poeta es una fosa común.

En la división me tocó la zona de lápidas que recibían la sombra de los árboles. A él, las de enfrente. Recibí su grito de espaldas. Creo que dijo ¡acá! o, ¡mirá! Lo único que recuerdo con nitidez fue el cortocircuito que me produjo el aviso. Cuando me di vuelta estaba dorado. El sol había modificado la piel de Santiago. Brillaba, me miraba y viceversa. Sentí ese momento como una experiencia decisiva.

Como pasa con los sueños, la percepción no puede traducirse. Frente a Joaquín me dí cuenta que el tiempo no destruye: el tiempo simplifica. Conserva lo inalterable, reduciendo todo a la simplicidad. También le agradecí por haberme enseñado a registrar lo aleatorio, a prestarle más atención a lo insignificante. En su poesía nunca lo dice, pero lo evidencia. Para Giannuzzi, escapar de la abstracción implica dejarse atravesar: permitir que lo que tenga que encontrarnos, nos encuentre.

Salir de un cementerio es como seguir una intuición. Después del cimbronazo no hay camino trazado. Sino algo que vacila, que uno va construyendo paso a paso. De vuelta en el auto pensé en Santiago y el anciano. En la puerta no había rastros. Luego conduje hasta el pueblo. Hacerla completa implicaba una última parada.

Güemes esquina Jovanovies. La casa, más bien, casita, es austera. Está rodeada por rejas negras y oxidadas. Su techo es pura teja. De cerámica, tipo colonial. Sobre Güemes, dos pilares de piedra forman la entrada principal. La puerta es de madera, pintada de blanco. La ventana deja ver una cortina esmeralda en cuadrillé. Todo tiene candado.

Sobre Jovanovies se extiende el jardín. Pura tierra. Allí, una pileta hace de lavadero y un senderito de cemento va de la puerta trasera al quincho-garage. Lo más moderno: un envase de Quilmes. Lo más imponente: el pino que se eleva, con robustez, por más de quince metros.

Mientras grabo todo en mi disco duro se acerca una mujer. Es de esas apariciones sorpresivas. Que te obligan a mirar por detrás de la persona, intentando descubrir de dónde salió. Se presentó con una duda: ¿necesita algo? La mujer conocía la historia del lugar a medias. Sabía que era la casa de veraneo de los Demitrópulos, pero no tenía idea sobre el hombre del cuál le hablaba.

Mi vecina es quien se encarga del mantenimiento, comenta, señalando un chalecito arrinconado por unos yuyos altísimos. Está de viaje, anticipa, descartando toda chance de conocerla por dentro. A medida que conversamos, desbloqueamos niveles de confianza. La mujer abre su memoria: Libertad leyendo, Libertad regando, Libertad sonriendo. En sus recuerdos, Giannuzzi no figura.

Cuando agotamos el tema, confiesa. Al descubrirme espiar creyó que era un agente inmobiliario. Pese a desmentir con seriedad, antes de despedirnos, me aconsejó. Si está buscando algún terrenito, entre nosotros, le recomiendo que vea del otro lado de la avenida: son más baratos y se ve más lindo el cerro.

El acting de subirme al auto por unos minutos para después volver a bajar, dio sus frutos. No quería irme del lugar sin hacer usufructo de la soledad. En la primera contemplación no las había encontrado. La hija mayor de Joaquín me había confesado que, para ese poema, su papá se había inspirado en las flores que aún crecen en la galería.

Son las siete de la tarde y el alumbrado público aún descansa. Sostengo en mis manos el tomo blanco de Ediciones del Dock. Joaquín O. Giannuzzi, Obra completa. Lo que queda de luz natural me sirve para llegar hasta la página 527. Leo:

Dalias

Inclinadas hacia el alambre de la cerca

las contemplo ávidamente

esperando no sé qué lección

de esas esferas frías y violáceas

con un centro de oro

donde espera una voluntad cumplida.

De pronto oscilan para crear el viento

entre su propia muerte

y el deseo de estar ahí.

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